Hablar de tarot hoy no es lo mismo que hace apenas unas décadas. El auge de discursos de crecimiento personal y autoayuda ha inundado casi todos los espacios simbólicos. Las cartas, que durante siglos fueron un oráculo de destino y advertencia, parecen ahora reducidas solo a un espejo para frases motivacionales o recetas psicológicas de nuevas corrientes.
Pero el problema no es la modernidad en sí. El problema es que, en medio de tanta “positividad obligada”, se pierde lo esencial: la función oracular del tarot, su raíz como arte adivinatorio que revela tanto lo luminoso como lo oscuro, tanto el triunfo como la caída. La tradición siempre entendió que en las cartas habita la tensión entre fuerzas contrarias —vida y muerte, fortuna y ruina, amor y desengaño—. Quitarle esa profundidad es como vaciar un templo y dejarlo como sala de espera.
Seguir la tradición hoy no es fácil. Requiere ir contra la corriente de los discursos que prometen soluciones rápidas para “ser mejor” o “vivir más pleno”. La lectura tradicional del tarot, en cambio, no promete confort: ofrece visión, advertencia, mapa y revelación. Y justamente por eso incomoda.
Mantenerse fiel a esa línea no significa cerrarse a lo nuevo, sino sostener el rigor simbólico y operativo del tarot en medio del ruido contemporáneo. En mi experiencia, el desafío está en devolverle al tarot su dignidad de oráculo, de herramienta para comprender los pliegues del destino y no solo para acariciar la superficie de la mente.
Quizás sea un camino más arduo, menos popular. Pero es también el que mantiene viva la tradición.
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